viernes, 18 de junio de 2010

Adiós José Saramago.


Escribir acerca de José Saramago es escribir sobre literatura. Todas las novelas tipo ensayo que escribió dejaron planteados sus dilemas religiosos, filosóficos políticos, que a su vez, son relatos de historias conocidas, contadas, recontadas y refritas que en la pluma de Saramago tienen olor a nuevo.

Leyendo a Saramago se aprende a cuestionar, a no tragar entero, a ser responsable, Dios después de Saramago ha aprendido a ser responsable o al menos eso intenta, se aprende a diferenciar entre el bien y el mal, es decir, a ausentarse del uno o del otro, como él dice: “el Bien y el Mal no existen en sí mismos, cada uno es la ausencia del otro”.

Nacido en Azinhaga, ciudad portuguesa en donde las pereiranas tienen la misma fama, y desde 1993 vivió en Lanzarote, España, y es esa cercanía con Hispanoamérica la culpable del estilo de Saramago, novelas sin gazapos, novelas que tejen posiciones filosóficas dentro de lo cotidiano, pero novelas que permiten el cuestionamiento y no novelas que uno después de leerlas le da la impresión que perdió el tiempo, que no dejaron nada, que no sembraron ninguna sensación.

Saramago es sinónimo de sentido común y no en vano fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en el año 1998. Sus obras más conocidas son ensayo sobre la lucidez y ensayo sobre la ceguera (libro recomendado por el ex secuestrado Alan Jara para salir de paseo en cautiverio) pero yo me quedo con Caín y con el evangelio según Jesucristo. Para decirle adiós a Saramago he escogido sus propias palabras: "las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre. Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda a cometer.

José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto.

Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus lágrimas naturales, las del dolor de la vida”.